Alumnos de una escuela comprensiva de la ciudad de Neunkirchen visitaron el campo de concentración Struthof ubicado en Alsacia, Francia, cerca de la frontera con Alemania. La visita fue preparada en clase. Se estudió la historia del campo y se dialogó con una ex prisionera. Los alumnos plasmaron las impresiones de esta experiencia en textos literarios y poesías que fueron presentados al público durante el "Mes de la cultura judía" en Sarrebruck.
El conductor puso segunda. El bus avanzaba lentamente y con dificultad por el camino sinuoso y empinado. En cada curva podía admirarse el verde intenso de los valles y los espesos bosques que cubrían las laderas cada vez más escarpadas del macizo central de los Vosgos. La ruta estaba desierta, apenas nos cruzamos con algún auto de frente. Ninguno que avanzara en la misma dirección e intentara sobrepasarnos. Era día de semana.
Los turistas suelen visitar esta meseta de 1.110 metros de altura conocida como el "Champs du Feu" ("Campos de fuego") los fines de semana o en épocas de vacaciones. "Champs du Feu" es un centro de esquí de renombre internacional. Pero antes de que los turistas puedan dedicarse plenamente a esquiar o a escalar el promontorio Princesa Emma, tienen que pasar delante de un gran monumento blanco que, silencioso y acusador, se levanta en medio del paisaje de los Vosgos. Desde allí se divisan las edificaciones que en su momento conformaron el campo de concentración de Struthof, rodeado por alambre de púa y torres de vigía. Ha permanecido escondido entre los espesos bosques, rodeado por las laderas de los Vosgos; hasta la fecha son pocos los que conocen su triste existencia.
Nuestro bus continúa avanzando, ahora sobre una ruta bien mantenida. Tomo el micrófono del bus cuando pasamos por otra curva desde la cual, en la profundidad del valle, se pueden ver las vías férreas, hoy fuera de uso, de una estación de maniobras en la que, en medio de altos pastizales, está parado un tren de carga, sus puertas corredizas cerradas. Comienzo a narrar lo que ocurrió en esta estación casi 50 años atrás: hablo de los trenes que paraban aquí entre gallos y medianoche para entregar a los guardias nazis los presos masculinos provenientes de Alemania, de Lorena, de Luxemburgo; hablo de la extenuante marcha a pie a través de los bosques hasta el campo de concentración en el que la mayoría encontraba la muerte. Por aquel entonces no existía la calle por la que estamos circulando ahora. Fue construida por los presos de los campos de concentración en comunidad silenciosa con los habitantes de Natzweiler. Sigue siendo un hermoso pueblo; sus casas tienen las típicas fachadas con entramado de madera y muchas flores en las ventanas. Acabamos de pasar por el pueblo.
Los alumnos de mi curso de alemán avanzado tienen entre 17 y 18 años. También me acompañan algunos alumnos del 10º año, del cual soy profesora consejera. Escuchan mis explicaciones con gesto serio, formulan preguntas sobre Struthof, el ex campo de concentración en la Alsacia cerca de la frontera franco-germana. Es la primera vez que hacen el viaje, pero saben lo que les espera. Hemos abordado la problemática en las clases previas.
¿Cómo reaccionan los adolescentes alemanes cuando se ven confrontados con su oscuro pasado nacional? ¿Y cómo se enfrentan los adultos a estos jóvenes que conocen ese pasado? Estoy hablando del presente, 50 años después, un momento tan distante de los hechos que parece permitir un encogerse de hombros, un aburrido no prestar atención en las clases de historia tradicionales, un "ya-estoy-harto-de-oír-todo-esto". Sin embargo, el dedo índice levantado, el tono aleccionador no puede ofrecer una respuesta adecuada a la juventud que tácitamente pregunta por la mentira de una generación que afirma no haber sabido nada.
El relato de Hilde Schäfer (75 años) sobre su traslado al campo de concentración de mujeres de Ravensbrück desenmascara esa mentira. La había invitado a nuestra clase como testigo presencial de los hechos. En los cines acababa de estrenarse "La lista de Schindler" y la película era materia de reiterada discusión entre alumnos que, pensativos, preguntaban por las causas que habían llevado a semejantes hechos.
Durante dos clases Hilde Schäfer describió las humillaciones sufridas y los golpes recibidos, el frío y de hambre que debió soportar, pero también el espíritu de solidaridad y apoyo que reinaba entre las mujeres en el campo de concentración. También habló acerca de la vida después, del reencuentro con los padres que había dado por muertos y de una vida que ya no admite la normalidad. Sus pulmones han quedado afectados para siempre, la espalda destrozada por los golpes. Apenas puede conciliar el sueño y soslayar las pesadillas que la acosan de noche, tomando pastillas para dormir ¿Por qué sigue haciendo estos viajes por las escuelas, tan agotadores para ella? Es que quiere acercarles a los jóvenes la verdad para que el Holocausto no se repita nunca más.
Esas dos horas fueron también para mí las más angustiantes que viví en una clase. Por espacio de esas dos horas el pasado parecía más cerca que nunca. Cuando Hilde Schäfer se despide, los alumnos permanecen en silencio. La despiden con un movimiento de cabeza, algunos le tienden la mano. Es un gesto espontáneo, aunque se sienten cohibidos. Me siento aliviada de que no me pregunten nada.
Nunca más hablamos de este encuentro y creo que hubiera sido irresponsable exigirles a los alumnos una opinión o una reacción escrita.
El bus se detiene. El gran monumento blanco, el emblema del campo de concentración de Struthof, se levanta directamente delante de nosotros. Los alumnos aprobaron espontáneamente mi sugerencia de visitar un campo de concentración ubicado en inmediaciones de la escuela. También saben que pueden reaccionar ante lo que los conmueva intelectual y emocionalmente. Les pedí expresamente que así lo hicieran. Van a escribir en un lugar poco usual. Saben que no es una tarea obligatoria, que pueden escribir en forma voluntaria y escoger libremente el tema, la forma y el lenguaje. También pueden recurrir a su dialecto.
Recuerdo que todos nos amontonamos junto a la puerta de madera rodeada de alambre de púas para pasar todos juntos. Finalmente alguien tomó coraje y se adelantó. Durante todo el recorrido permanecimos juntos, escuchamos en silencio las exposiciones del guía. Sólo en la barraca que oficia de museo la tensión cedió un poco. Finalmente algunos decidieron repetir el recorrido.
Al regreso reina silencio en el bus. Algunos terminan de redactar lo que empezaron a escribir en el lugar. Otros sólo comienzan a escribir ahora, con el cuaderno apoyado en las rodillas. Sólo unos pocos conversan en voz baja. Otros miran por la ventana. No quieren hablar ni ser molestados. Casi todos quieren releer el texto a la noche en su casa y entregarlo sólo al día siguiente.
A la mañana siguiente leemos los textos en clase, hablamos sobre ellos y los completamos. Es un taller en el que a mí sólo me toca escuchar. Los alumnos trabajan solos, encuentran su propio modo de trabajar.
Surgieron, según creo, textos y poesías buenos y honestos [ver Documentos]. Cuando más adelante acompañé a los alumnos al evento organizado en Sarrebruck con motivo de celebrarse el "Mes de la cultura judía" y escuché con cuanta valentía y seriedad presentaban sus textos ante el público, supe que habían comprendido [ver Audio/Vídeo].
Recientemente tuve la oportunidad de hablar con algunos de mis ex alumnos. La mayoría de ellos estudia, otros ya están trabajando. Pasaron casi cuatro años desde nuestra visita a Struthof. ¿Cómo lo ven hoy, desde la distancia? Todos consideran adecuada esa forma de elaborar la historia contemporánea. Se manifiestan a favor de que proyectos de este tipo sean obligatorios en todas las escuelas. La historia tal como la presentan los libros de texto no les supo transmitir esta experiencia.
"La visita a Struthof sigue presente en el recuerdo, sólo que ahora es diferente a entonces, cuando el desconcierto y la consternación se apoderaron de mí. Desde entonces observo las personas más de cerca, escucho con más sensibilidad, porque en mí sigue latente el miedo de que algo de este tipo de violencia pueda repetirse. Y me parece que este miedo no carece de cierto fundamento. En estos momentos estoy haciendo mi residencia en un 8º año escolar. En la escuela, gran parte de los alumnos son extranjeros y muchos de los padres son desocupados. Los ataques verbales contra los hijos de los extranjeros están a la orden del día y recientemente vi a una niña dibujar en clase la cruz esvástica en el cuaderno.
Hablé con ella. Comprendí que su conducta está dictada por la ignorancia, la falta de información, incluso de los padres. Eso me inspira miedo. La escuela tiene que contrastar estas manifestaciones. De lo contrario Struthof no será historia pasada. Cuando ejerza la docencia visitaré Struthof con mis futuros alumnos, porque, en general, el odio es producto del miedo ciego."
"Recuerdo Struthof sin sentirme oprimido. La visita fue necesaria para permitir la reflexión. Todas las escuelas deben ofrecer esa oportunidad.
Struthof cobra para mí una particular importancia como marco referencial para ver el dudoso papel que desempeñó la justicia durante el régimen nazi. Creo que es necesario que el tema sea abordado durante el estudio universitario y estoy ansioso por ver si efectivamente será así.